13.9.10

Él no se le acercaba, ni siquiera la tocaba. No porque no le agradara, o no llamara su atención, o no se sintiera atraído por ella; todo lo contrario. No la tocaba porque sus rasgos y sus movimientos eran tan delicados y tan frágiles que el tenía miedo de lastimarla, con sólo un roce de sus manos. Tal vez la lastimara sólo con una mirada. Y ni hablar si se dirigían unas pocas palabras. Era asombroso como, además de ser tan frágil, ella hacía que los demás a su alrededor se sintieran desprotegidos. Él sabía que ella era tan distante como su mirada. No la conocía, pero a la vez sentía que sabía todo de ella. Porque si bien ella parecía impenetrable, como un muro de piedra, era tan transparente como un fino vidrio.
Él la veía caminar lenta y seductoramente. Su cara, por momentos inmutable, cambiaba rápidamente cuando alguien venía a su encuentro y se tornaba la cara más dulce y amable de la fiesta. Conversaba unos pocos minutos y rápidamente se alejaba de todos. Ella se alejaba sólo para ver el mar. Las olas. El viento y el faro a lo lejos, y él sabía que ella deseaba que ese yate se estrellara, o que todos desaparecieran. Ella quería estar sola. Él la admiraba. La admiraba porque tenía una gran habilidad para esconder sus sentimientos, y aparentar felicidad o alegría cuando por dentro sólo quería marcharse de allí. ¡Ojalá muchos de nosotros pudiéramos hacer eso! Tal vez eso era lo que la hacía única. Porque para él, ella era la única en esa absurda fiesta. Ella captaba toda su atención, y lo intrigaba. Demaciado.
Él quería saber más de ella. En realidad, quería saber todo. Fue entonces cuando ella se dio vuelta y clavó su mirada en él (seguramente se había sentido observada). Y él supo que ese era el momento más felíz de su vida. Supo también que la amaba. No sabía su nombre, edad, estado civil. Sólo sabía que la amaba con locura. Corrió a su encuentro, la tomó por la cintura, la besó y le dijo: te amo, extraña.
Ella también lo amaba, pero era su destino ser frágil, fría, distante. Era su destino estar sola.
“Disculpeme, pero no lo conosco. Le agradecería si me soltara y me dejara ir.”
Y él era felíz, porque sabía lo que ella en verdad le había querido decir. Y ella era la persona más desdichada de todas, porque sabía que él la amaba. Y la amaba de verdad.

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